ELLOS
- Quiero verte. Resonó en el auricular.
- Yo también. ¿En el bar de siempre a las ocho?
- Estaré allí aguardándote, y a Ella le repicaron cascabeles en el vientre.
A tiempo, frente a frente, están sus miradas. Las palabras, un vaho y el roce que conforta sus pieles.
Luego, más miradas (ahora con codicia); otras palabras, sugestivas, intrigantes. El vaho se hace un bálsamo y el roce de los nudillos envoltorio de manos.
Los dos, no importa quienes, separados por una mesa y unidos por un pacto. Arriba los ojos hacen su trabajo, intenso y fecundo. Sobre el mantel humean los cafés, fuertes y azucarados. Debajo, las rodillas, hablan en un dialecto sin vocablos.
Con un tono de apremio se escucha: ¡Mozo la cuenta!, y El, con secreta autoridad, le dice: vamos, mientras se yergue con la mano en el bolsillo y despliega las sienes con un gesto de viril vanidad.
Ella entiende el mensaje y asiente, sin remilgos ni reparos.
Al levantarse, los ojos desafían, las frases no hacen falta; después, en el andar, el perfume de mujer se mece desde los pasos hasta las palmas.
Tiembla, pero no de miedo; suda por los pliegues de la falda.
El detiene un taxi. Al trasponer la puertecilla, otra mirada, (ahora es de lascivia) y la palabra obscena es una voz de mando.
Adentro, las pieles en guardia y los botones, pese a la presencia de un extraño, quieren zafarse.
- Quiero penetrarte, y los dos se ríen mirando al de adelante.
- ¿Falta mucho?, le pregunta con goloso disimulo.
- Voy a comerte, insiste, y Ella no puede evitar el sonrojo de goce que le produce advertirle la entrepierna abultada y su propia humedad mojándola.
El conductor permanece al margen, tanto como los transeúntes que circulan por las calles, ajenos a lo que están tejiendo el hombre y la mujer.
Por fin han llegado, tampoco importa a donde. Nada los separa ahora, se han dicho todo lo necesario. En su idioma: se han mirado, se han olido, se han deseado. Los cuerpos no necesitan más que eso para dialogar; son el portavoz de sus almas que cocinan a fuego lento un potaje con los sabores del celo.
El no espera, la silencia con su lengua contra el muro y, firme, le dice: desvestite. La orden irrumpe como la lluvia sobre el cántaro.
Ella siente su desnudez con impudicia. Presiente las yemas a la altura de las nalgas. Su pelvis late, los pezones se erizan y cierra los ojos para verse mejor el deseo cuando arranca.
En el lóbulo un susurro la deshonra. La bocanada de intimidad y un pellizco, en el borde del elástico, la exaltan. Es la mano de El que, con avidez, ha comenzado a buscarla por los húmedos corredores que lo conducirán al santuario.
Las lenguas investigan cada resquicio. A intervalos, ansiosos pero con pausas, se van encontrando y en un torrente de fluidos se cuece el manjar que comerán sin platos.
Poros erectos, los párpados que suben y bajan. Jadeos, olores, sacudones y una agonía que aferra los puños de Ella a las sábanas.
Lo demás, no hace falta contarlo. Ellos se comerán, acabarán, se correrán, al unísono o disgregándose y, una vez más, no será lo importante.
En la bifurcación del grito con la risa confluyen, y la muerte, por un instante, huye de la buhardilla en partículas rojas, negras y blancas.
martes, 29 de junio de 2010
Publicado en premio "Karma Sensual 5"
Publicado por Leonor Farías en 12:56
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario